Era febrero y yo el ausente que llega
para acentuar más su ausencia.
La vez que te fuiste yo no estaba en el umbral.

Con mi aureola de vergüenza traspasé la reja,
la puerta, el umbral, la sala, el patio, a la gente
y a tu madre que no me reconoció.

Caí de rodillas frente a la taza del baño
como en un confesionario y te escribí.
Todos los jueves desde este confesionario
«te escribo y sé que escribo
para que no me leas…»

Cada telegrama que mantengo en cautiverio testifica en mi contra, y te justifica, pues soy:
el padre pródigo de una buena samaritana.