Te escribo y sé que escribo
para que no me leas,
como quien lanza una piedra al abismo,
sabedora de que el eco nunca brotará del fondo,
pero con la fe ciega del que añora tu voz.
Aunque no me leas con los ojos, amor,
yo te llamo con el peso de mis palabras.
Porque no hay mayor verdad que el eco de tu nombre
en mi piel, que se persigna cada vez que te llama.
¿En qué patria debo creer o hallar consuelo si mi hogar eras tú
y ahora el mundo se ha quedado huérfano de milagros?
Has convertido mi cuerpo en tu templo sagrado
y ahora mis versos son el altar donde rezo tu ausencia.