Te escribo y sé que escribo
para que no me leas, Clarissa.
Afincada en un pueblo fantasma,
sin cementerio, vives más feliz que nunca,
tú, lejos de las sombras del roble en que te conocí.
No pienso volver a inmiscuirme en tus asuntos.
Las horas invitaron a la señora Dalloway
a perder la ilusión y el entusiasmo
en el inexacto lento porvenir.

Jamás te besaré como aquella tarde de primavera,
cuando las sonrisas de tus labios eran las bases
que sustentaban mi realidad humilde que,
hoy, gracias a una nueva musa,
vuela con alas poéticas.