Desorbitadamente quieta
está la noche entre los dos labios de tu boca,
sin el grito de la luz para que resucites,
para que vuelvas en sí y me alegres con tu verbo,
con la saliva de tu sueño interrumpido.
Y lejos, inquietamente dispuesta, está la mar,
sin la luna que se le extravió por el pelo de los cielos,
esperando también por tu cerilla,
por el ungüento de tu habitación
y tus ojos desorbitadamente frescos, y eternos.
Está la gesta de la mar, y trasnochándome
estoy yo, y cerca (aunque no en todas partes),
para que nos encontremos,
a pesar de la oscuridad, en la tierra.