Desorbitadamente quieta
está la noche entre los dos, Sancho, mi amigo:
¿Y para qué —preguntas—, qué persigo?,
¿qué afán me mueve de allá para acá?
A espadazos espanto los “quizás”,
de mi humana locura eres testigo,
en el bien y el amor busco el abrigo,
y en mis labios palpita un “ojalá”.
Respondo, Sancho, a pecho descubierto:
¡Para ser el dueño de mi destino!
para que el alma no me huela a muerto…
y llamar pan al pan y al vino, vino!
Para morder otra vez la manzana
de esta dulce y tierna esperanza vana.