Leve es el paso de los leñadores por estos refugios,
cuando se afianza el viento en impolutos instantes,
y saltan los serafines dispuestos en la colina sin nombre,
esperando algún milagro bajo la lluvia de marzo.
Deleita la ventisca en azafranado equipaje como la inocencia
del ojo del pájaro que no escapa del asombro, en saltarina búsqueda.
Desorbitadamente quieta
está la noche entre los dos,
como si el lebrel supiera de estos misterios de isla, el cabalístico tiempo,
y la pobreza nos consterna con el naufragio
de un barquito al final del mar, perdido por sus dominios.
Desorbitadamente se escancia en un rincón el pájaro
en burlesca pose y el país queda en silencio, sin piedras
sobre el lomerío, por donde los leñadores anuncian la tormenta.