Porque «te escribo y sé que escribo,
para que no me leas…»
no importa si viene el tiempo a desmentirme las alas
y olvidas
el triste color hacia mi nombre,
la nube azul de nuestras calles,
la escasa piel de amarnos por si llueve.
Al menos me quedará el candil remoto sobre el pulso,
para decirle a él que ya te has ido
(como si en septiembre partieran las gaviotas),
que hay penumbras en mi casa desde entonces,
que no hay casa
y que la luz se ha vuelto una deidad volátil
vestida de mujer inalcanzable.