Desorbitadamente quieta está la noche entre los dos,
mientras mi nombre se deshace en el salón.
Setenta años de raíces y de frágil corazón,
y ni el pastel me sabe a nada, ni me alcanza su calor.
Creí que el duelo era ausencia o puertas sin resonar,
teléfono mudo o eco en el alba sin despertar.
Mas hoy sé que el verdadero dolor es caminar
entre risas ajenas que no se detienen a mirar.
Hijos amados, en primaveras de ilusión,
hoy ofrecen muros, no nidos; solo sombras sin sol.
Tejidos los días con hilos de pan y de afán,
mas era eco, no abuela; solo un bulto sin voz.
En aquella casa rebosante de ruidos, sin alma y sin latir,
solo queda el vacío de un beso que no volverá a existir