Te escribo y sé que escribo para que no me leas.
Pero allí estábamos nosotros,
uno frente al otro,
observando aquella flor
viendo nuestras espinas.
Y al intentar pulirlas me llegué los dedos de las manos y los pies.
Y creí que me quedaba allí, sin poder andar, echando raíces junto al rosal.
Pero te arranqué y te planté en otro lugar
donde soplase un viento dulce
donde la lluvia fuera más vida que nunca
y donde pudieras crecer libre y bello.
Ahora tus raíces y las mías yacen enredadas.
Ahora mis días son un jardín salvaje
y tu vida huele a mí.