El horizonte perenne.
Las manos fundidas a la madera que corta
el mar al son del manso movimiento.
La piel chamuscada.
Los labios silentes, rotos de tanto sol.
El mutismo anhela la ruptura.
El cielo ya no es la morada de las estrellas.
Nos pertenecen del largo andar salobre.
Ella me acaricia.
Percibo vida en cada impulso de los remos.
Una luz distante provoca la pupila.
Fractura la desesperanza.
Mientras,
desorbitadamente quieta está la noche entre los dos