Demasiadas veces no es más que terco ruido
la música que mana a chorro de esta vida,
de nuestro ciego ir y venir contra natura.
Nada parece comprensible, nada cierto.
Se impone un paso atrás, cerrar alguna puerta,
hollar la senda protectora del silencio.
Tal vez, entonces, escuchamos. Y nos hablan.

Como si fuéramos la diana de una flecha
que fue lanzada desde un arco en otro tiempo,
hablan las formas recreadas, y en sus voces,
desde la sobriedad del polvo, de los huesos,
hablan los cuerpos transformados en presencias
más tangibles que el alma propia, aletargada
si no le alcanza el soplo puro de ese aliento.